Estación de Penitencia

 

 

Cada Martes Santo, los cofrades de la Santa Caridad participan en la Semana Santa toledana haciendo estación de penitencia con la imagen del Santísimo Cristo de la Misericordia y Soledad de los pobres. Próximo a las once de la noche, por la puerta de la Parroquia mozárabe de las Santas Justa y Rufina comienzan a aparecer las luces de los faroles que los penitentes portan en sus manos, iluminando la oscura noche toledana. En unas austeras andas portadas por ocho cofrades, la antigua imagen asoma por el dintel de la puerta; en ese momento, unas plegarias se alzan al cielo pidiendo perdón e indulgencia.

 

Un tambor desafinado va marcando el paso de la comitiva, que poco a poco llega a la toledana plaza de Zocodover, presidida por el Cristo de la Sangre, titular de otra antigua cofradía, ya desaparecida. Siglos atrás, este Cristo era testigo de los ajusticiamientos que en esta plaza se celebraban. En presencia de los dos crucificados, se reza un responso en sufragio de aquellos condenados que, una vez ajusticiados, eran entregados a esta Cofradía.

 

Tras las oraciones la procesión continúa por la calle de Cervantes hacia el Paseo del Carmen, antiguamente denominado "Pradito de la Caridad", lugar donde esta hermandad tenía su cementerio, donde cumplía su labor de dar cristiana sepultura a todos los ajusticiados, ahogados y demás fallecidos que les eran entregados para tan piadoso fin.

 

 Una vez allí se vuelve a orar. Esta vez el responso es por todos los allí enterrados.

De vuelta a la parroquia, el cortejo atraviesa de nuevo la plaza de Zocodover, donde se produce un encuentro con la Cofradía del Santísimo Cristo de los Ángeles, y esta vez las plegarias se ofrecen por los hermanos fallecidos de ambas cofradías.

 

 

En la sección "Devocionario" podrán encontrar las oraciones y responsos que se van realizando durante el recorrido de la procesión.

 

 

 

   No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

  Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido;  
muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muéveme tus afrentas y tu muerte.

  Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,  
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara, y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

  No me tienes que dar porque te quiere, pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

 
Anónimo